Son muchos los casos en los que me encuentro con una persona que lleva impregnada en sí misma la afirmación: ¡YO PUEDO CON TODO!
Esta afirmación se convierte en una carga cuando domina o dirige nuestra vida, y es sinónimo de ¡YO SOY FUERTE!, con la creencia de que estaremos bien siempre que seamos fuertes y aguantemos sea lo que sea, venga lo que venga.
Ser fuerte es, en ocasiones, útil para enfrentar diferentes situaciones que lo requieren, como, por ejemplo, mantener un trabajo que no deseamos teniendo dificultades económicas, o cuando debemos ser responsables a pesar de no querer serlo, o cuando tenemos una ruptura de pareja para no derrumbarnos o para no entrar en la dependencia emocional, etc. En otras situaciones es una condena que nos impide ser nosotros mismos, dejarnos ver o conocer, pedir ayuda, sentir y expresarnos libremente.
A veces no puedo con todo, y no debería pasar nada.
Las personas que piensan que pueden con todo, incluso con lo ajeno, pueden llegar a ignorar o reprimir sus propias emociones tales como la tristeza, la vergüenza, la rabia, la soledad, entre otras, tanto verbal como no verbalmente. Todas esas emociones que nos hacen ser humanos, ser personas. Y no se permiten expresar vulnerabilidad o “debilidad” pensando que de esta manera estarán bien o protegidos.
La imagen para visualizarlo podría ser la de una persona que carga un saco lleno de piedras a la espalda y acumula una tras otra con el pensamiento de: “puedo con otra más”, sin llegar a tener fin.
Las personas no somos todopoderosas.
Esta acumulación, cuando no va seguida de un reposo o una descarga, es decir, que reprimimos o no expresamos lo que sentimos, tiene unas consecuencias nefastas sobre la propia salud, dando lugar a las somatizaciones, como por ejemplo dolores de estómago, migrañas, contracturas, mal humor, enfado, dolor de espalda, náuseas, etc.
En muchas ocasiones esta creencia se forma en la infancia al recibir mensajes del tipo “no seas quejica”, “llorar es de débiles”, “hay que lograrlo sea como sea”, “no me vengas con llantos”, “te aguantas”, “si cedes te comerán”, etc. De este modo aprendemos a ocultar las emociones, sobre todo las que pueden significar debilidad, como el miedo, la tristeza, la vergüenza o la ternura. Aprendemos a no pedir ayuda, ya que existe la creencia de que es símbolo de debilidad. Y por el contrario ofrecemos ayuda a otros, puesto que es signo de fortaleza. Aprendemos también a ser autosuficientes, cargando con más trabajo del que podemos, y siendo difícil el delegar responsabilidades. Asumimos la creencia de que la vida es dura y sólo los fuertes sobreviven.
Abrazar la «imperfección» y aceptarla ayuda a ser más felices.
La consecuencia de esto es el no disfrutar de la vida. Evitamos sentir y evitamos también el contacto íntimo o auténtico con los demás, ya que esto puede dar lugar a emociones que se viven como vulnerabilidad. Aprendemos a llevar una máscara de dureza con los demás y con nosotros mismos, con lo cual nos podemos volver inflexibles, fríos o muy disciplinados.
Es necesario poder trabajar este aspecto para poder ser abiertos, libres, espontáneos, poder expresarnos, pedir lo que necesitamos y relacionarnos auténticamente, ya que así podremos conseguir conectar de manera auténtica con uno mismo, con los demás y con el mundo.